Aurea mediocritas. Bárbara Butragueño
Como cada mañana, se levanta,
ordena sus cabellos como un gorrión
adormecido ahueca sus plumas
y observa cómo la luz se tiende
con doliente piedad sobre su piel.
Distraídamente
repasa con los ojos sus heridas
mientras recorre, uno a uno, los años
que en su regazo ya se hinchan
como rebosantes flores venenosas.
Hoy, más que ayer,
el pasado se le anuda al cuello
como un animal acobardado
y por un momento,
por un preciso momento, la luz,
con desconsolada franqueza,
le permite sentir en toda su profundidad
el abismo, la lejana oquedad
desde la que se ha terminado acostumbrando
a contemplar el mundo.
Que no os engañen sus mejillas incendiadas,
que no os confundan las flores de sangre
que, con fiereza, le parten en dos el rostro:
su cuerpo lleva una eternidad deshabitado
y cada noche yace secretamente,
amontonado e inútil,
como vieja ropa humedecida.
Durante todo este tiempo
el miedo ha soplado con fuerza,
tejiendo en ella una vasta red
de grutas y pasadizos,
y ahora,
ya hueca,
ya horadada por un desamparo indecible,
sostiene enternecida su presente y su pasado,
mira con detenimiento
ese órgano ulcerado que es su vida,
y con precisión de cirujano le practica
una incisión en un extremo.
El órgano,
majestuoso,
relincha en plena florescencia
y comienza a exudar, sigilosamente,
el futuro y su brumosa claridad.
Ella recoge con delicadeza
el efluvio entre sus manos
y besa, una por una,
a todas las personas que no será,
y besa, uno por uno,
todos los sueños que no verá cumplidos
y que ramificaban
en la bóveda de su pecho
insufriblemente.
Y los deja marchar
y se pide perdón,
con la vida
ya lacia
entre las manos.
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