INSOSTENIBLE



Fecundo, ávido, indeleble, apareció. 
Quizás de la inmensa nada, o de la intrépida conciencia, 
del pródigo intelecto
o del espíritu inalterable
y eterno que profesan el Sāṃkhya y el Yoga. 



Se mostró radiante,

ufano, era capaz de ofuscar a una muchedumbre, a una turba, 
y de transmitirles fuerza y serenidad. 


Era místico, como una profecía viviente largamente esperada, 

era cura, salvación de los desamparados, 
pastor de los becerros, terapia para los locos,
faro para los barcos en tormentosa noche con un mar enfurecido. 


Su juventud y madurez eran asombrosos, 

su carisma, su altanería,
fueron prontamente conocidos, 
estaba en boca de todas las conversaciones,
se comentaba en cada esquina de cada recóndita calle. 


Su propósito era el de liberar a los oprimidos, 

ser luz en las tinieblas de la corrupción, 
poner voz a los mudos, alentar un silencio ya insostenible,
como un volcán en inminente erupción. 


Salió fuera, a las calles, 

con valentía efusiva, 
con rebeldía justiciera, 
con solemne respeto por lo que significaba, 
en este tiempo, en ese preciso momento, 
en el que millones de voces gritaron; 
con un mismo sentimiento, 
con una misma actitud de protesta,
de amenaza, 
de ultimátum, 
de desesperación… 


¡Basta ya!.
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